domingo, 16 de septiembre de 2007

La casita de los viejos



por Bruno Pedro De Alto

Mi viejo, Miguel De Alto, llegó a la Argentina en 1948.

Se alojó unos pocos días en el Hotel de los Inmigrantes y luego en pensiones.

En contacto permanente con su amigo Nicola Ventricelli, que ya vivía en Villa Domínico, Partido de Avellaneda, empezó a recorrer por su trabajo como albañil y constructor la ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires.

Alrededor de 1951 – 1952 conoció la Zona Norte del Gran Buenos Aires y a Martínez que lo eligió como su definitivo lugar en el mundo. Recuerdo de sus dichos que habitó alquilando piezas en casas de familias paisanas. Una, a la vuelta de la iglesia de Santa Teresita, sobre la calle Rodríguez Peña y otra sobre la Avenida Santa Fé, Nº 2260.

Este último es el domicilio que declara al comprar en 1954 un terreno sobre la calle Santo Domingo.

Y aquí se me confunden las fechas. El terreno, que luego fuera su casa y hoy la mía, fue escriturado en julio de 1954. Sin embargo. Mi mamá Rosalía llegó a la Argentina en enero de 1954, y cuenta que al llegar la casa se estaba construyendo. Entonces ¿la escritura solo refleja jurídicamente un trámite comercial hecho en 1953? Creo que es posible.

Seguramente la escritura que guardo de aquella transacción, es además una actuación notarial que se hizo en la sede central del Banco Hipotecario. Posiblemente en la misma sede de hoy sobre la calle Hipólito Irigoyen, frente a Plaza de Mayo.

Esto era así por lo siguiente: Don Miguel le había comprado a otro tano – Guido Orfini – el terreno con un adelanto de $ 12.000 y un saldo de $ 9.000. Con un préstamo hipotecario de $ 62.000, que se lo otorgaron en julio de 1954, mi papá saldó esa deuda. Recibió entonces un adelanto de $ 11.400 y el compromiso del banco a recibir el resto del dinero con el inicio de construcción de una casa y sucesivos avances de obra.

En la escritura del 8 de julio de 1954 se consta de todo ello: la compra del terreno con un adelanto, el crédito hipotecario para terminar de pagar el terreno y saldar la deuda del terreno, y la construcción de una casa.

Entonces, la casa se debe haber empezado a construir a fines del 1953 y terminado a inicios de 1957, con mi hermano Armando con 2 años ya cumplidos. Durante ese tiempo, mis viejos habían vivido en la casa del tío Nicola y la tía Vita, en Villa Domínico. Armando nació en el Policlínico Eva Perón de Avellaneda.

Y los fines de semana se hacía la casa. Viajando desde allí en colectivo, tren, subte, tren, colectivo y caminando. El colectivo 1 – La Primera de Martínez – salía de la estación de trenes de Martínez y llegaba hasta la calle Fleming, esquina América (hoy Av. Hipólito Irigoyen). Y desde allí caminar unas 15 cuadras. Poco tiempo después el colectivo llegaría hasta Villa Adelina y entonces, por fin, pasaba por la esquina de la casa.

Casi todos los sábados y domingos de tres largos años se repitió la rutina ¿se quedaría a dormir el sábado a la noche? En aquel entonces el viaje duraba unas tres horas de ida y otras tantas de vuelta.

Apenas la casa pudo dar reparo, con el lavadero techado, un muchachito aprendiz venido de Zárate, hizo de sereno. Se trata de Oscar Andino, primo de la esposa de otro tanito venido en aquellos años: Rafael Loschiavo, socio y amigo de Don Miguel. A la sazón, padrino de mi hermano.

Cabe la anécdota que a Doña Rosa le dio un bajón – cuando no – al ver la casa semi construida apenas llegada a Buenos Aires. En realidad, contaba ella que toda Buenos Aires le resultaba fea. Pero la verdad es que no venía de Viena, o Florencia. Venía de un pueblo, Altamura, del messogiorno italiano: Bari, Puglia. Esa tristeza es motivo de otro relato. Pero la casa terminada y finalmente atendida por esa ama de casa, fue un orgullo compartido por ambos.

Las visitas eran obligadas a recorrerla. Todas coincidían en un “es muy linda” y si el señor era del oficio afirmaba que “estaba muy bien construida”. Mis viejos chochos.

Para él tener “una propietá” era determinante para evaluar su éxito. Siempre se midió con sus hermanos mayores que quedaron en Italia y fueron solamente inquilinos.

Con el tiempo la casa se modificó. Primero amplió su cocina, y de ese modo el lavadero quedó dentro. Luego una pequeña terraza permitió una segunda y definitiva ampliación de la cocina que así quedó como cocina – comedor. Ampliaciones de los aleros dieron una galería al fondo y un garage al frente. Finalmente un pequeño palier al frente hizo cambiar la puerta y llevarla más adelante.

La foto que acompaña este relato es casi un final de obra. La casa de una planta, con dos piezas, baño, cocina, lavadero, altillo y comedor, recién pintada mereció una foto bien de frente y para el cuadrito. Un cuadrito que siempre se colgó en casa y hoy lo tengo yo. Colgado también.

Armando se fue buscando destinos entre 1979 y 1980. Yo alrededor de 1987.

Ya vacía, sin los viejos, en el 2005, recibió a mi familia. Y empieza otra historia.

Historias del Correo - Cuentito

Por Bruno Pedro De Alto


Hay algunas historias que me han contado, que por más increíbles que parezcan, sus relatores me juraron que eran verdaderas. Las rescato porque en éstas épocas de telecomunicaciones y satélites, hay quienes piensan que las cartas y el correo son cosas destinadas al olvido. Puede ser, pero mientras tanto, una legión de ilusos seguimos escribiendo, poniendo cartas en sobres, yendo al correo ó al buzón y dejando que con la carta viajen noticias, deseos y sueños.


El tío Alfredo y una carta que llegó tarde.

El tío Alfredo, cuando joven, viajó a Medio Oriente. Era en la época que en aquellos lugares se ofrecía trabajos extraordinariamente bien pagos y eran extraordinariamente peligrosos.

Si bien nunca terminó la carrera de ingeniería, sabía de caños y válvulas, lo que le permitió conseguir un empleo en pleno desierto árabe. Trabajó durante quince años en una petrolera inglesa y otros cinco en una petrolera americana. Ganó fortunas, quizá veinte veces lo que hubiera ganado aquí.

Los riesgos no provenían de los chorros de petróleo, sino las constante guerras civiles y de las constantes guerras entre países y/o reinos y/o sultanatos.

Por momentos se tenía que cuidar de unos flacos barbudos con turbante amarillos que se tiroteaban con otros flacos barbudos de turbante turquesa. Luego venían las intervenciones de los Extranjeros Unidos por la Paz de Mundo, de los cuales también había que cuidarse, pues eran de gatillo fácil.

En definitiva, el tío Alfredo pasó veinte años entre balas que le silbaban muy cerca de su cabeza ó “rozando el trasero invicto”, como a él le gustaba bromear.

Mientras tanto en Monte Guerrero, su pueblo natal, quedó su hermana Victoria.

Dos años menor que Alfredo, estudió el bachillerato y a los 21 años se casó con Federico, un buen tipo, pero medio lento. Tuvieron seis hijos, que al momento del suceso tenían el mayor 17 años y la menor 11 meses.

Los años que coincidieron con la ausencia del tío Alfredo fueron para su hermana, la familia de ella y el pueblo entero, muy duros. Todos conocemos esa parte de la historia: conflictos, derrocamientos, tiros, represión, desaparecidos, inflación, saqueos, falta de trabajo, corrupción, etc.

En ese lapso, los hermanos no dejaron de cartearse, a veces intensamente, otras veces con intervalos muy largos.

Posiblemente por lo anterior, intervalos largos en el intercambio de correspondencia, sucedió lo que sucedió.

La violencia irracional de todos contra todos estaba instalada en Monte Guerrero. El pueblo se había dividido entre barrios que se asaltaban unos a otros. La crisis del (des)gobierno se manifestaba con inflación galopante y con la falta de todo tipo de enseres: fideos semolados, papel higiénico y loción para después de afeitarse.

Las carencias enardecían a la gente. Esas personas, pacíficas en otras épocas, hoy estaban armadas y enfrentadas al resto del mundo. La solidaridad era cuestión de practicidad, generalmente los vecinos se unían por el exclusivo interés de defenderse de los ataques de otros vecinos, que por pertenecer a barrios distantes unas tres o cuatro cuadras eran temibles enemigos.

Victoria y Federico, no escapaban a la regla. Tenían en su casa tres escopetas y un revólver. Ellos y sus dos hijos mayores sabían usarlas. Y las usaban con frecuencia.

Para aquellos meses fué que el tío Alfredo decidió regresar. Debía esperar durante medio año para iniciar un nuevo emprendimiento, en pleno Mar Rojo, sobre una plataforma petrolera. Pensó que viajando a su lugar natal, y con el tiempo a su favor podía sondear la posibilidad de un regreso definitivo. Era lógico, con una diferencia económica en su bolsillo, sin ataduras afectivas en Medio Oriente y con enormes añoranzas hacia su pueblo natal y sus tardes de siestas.

Cuando tuvo la precisión de la fecha del viaje, y el pasaje en la mano, envió una carta a su hermana Victoria con el detalle de las novedades.

La carta del tío Alfredo llegó al pueblo natal, pero tardó en salir de la oficina del Correo, porque el mismo estaba sitiado por los bomberos. Éstos querían quemar las boletas de los servicios para evitar que las deudas del Cuartel General de los Bomberos Voluntarios aumentasen. Dentro del Correo, los carteros y algunos policías (se sabe que eran algunos, porque había otros que estaban a favor de los bomberos) se defendían valientemente.

En resumen, el tío Alfredo llegó antes que la carta que anunciaba su regreso. Salvo Victoria nadie lo conocía personalmente, además su aspecto no sólo era ajeno al barrio sino al país: tenía un aire árabe muy marcado.

Los tiroteos lejanos, las calles cortadas y barricadas en las esquinas fué el paisaje que le dio la bienvenida. No podía creer lo que veía y mucho menos entenderlo. Aceleró el paso buscando resguardarse en la casa de su hermana Victoria que debía estar esperándolo.


-
Papá, mirá ese tipo que está afuera. No lo conozco –dijo Víctor, el mayor de los sobrinos de Alfredo.

- Agarrá tu escopeta y traeme la mía –dijo el cuñado de Alfredo.


En el momento que el tío Alfredo intentaba cruzar el tejido de alambre de púa que hacía de cerco en la casa de su hermana, vió cómo desde adentro de la casa salieron dos tipos armados, uno más o menos de su edad y otro joven, casi adolescente. Cada uno con una escopeta y aputándole. Dispararon varias veces.


Dos días después, finalmente llegó la carta. Al principio Victoria se alegró mucho con la noticia del regreso de Alfredo, pero al notar que la fecha prevista para el arribo ya había pasado, empezó a preocuparse y a preguntar.


-
¿Se puede saber cómo era el tipo que balearon los días pasados...?


Victoria, Federico y los seis sobrinos se apersonaron como una verdadera delegación diplomática en el hospital del pueblo. Pidieron por el “extranjero” tiroteado y lo encontraron en la sala de hombres.

Alfredo estaba muy dolorido por los perdigones recibidos en su cuerpo, y que no pudo evitar, a pesar de recular rápidamente sobre sus pasos.

La familia se deshacía en disculpas, intentaban explicar el clima de inseguridad y violencia que estaban viviendo, lo mal que funcionaba el correo, etc. etc.


El tío Alfredo, estaba boca abajo, pues no podía estar de otra manera. Con la cara semiundida en la almohada siseaba alguna que otra frase corta. Estaba de mal humor.

Victoria, su marido Federico y los seis sobrinos rodeaban la cama del acribillado. En realidad, María Victoria, la más pequeñita jugaba al pié de la cama. Ya caminaba, pero lo hacía aferrándose de cualquier cosa. En ésta oportunidad había logrado confianza tomándose de las sábanas del tío Alfredo, que colgaban al costado del lecho.

María Victoria, mientras sus padres y hermanos mayores parloteaban y seguían intentando explicar lo imposible, caminó hasta donde pudo. En cierto momento perdió estabilidad y cayó sentada y aún aferrada a las sábanas, hizo que éstas se deslizaran hacia un costado, dejando toda la humanidad del tío Alfredo al descubierto.

Se hizo silencio de inmediato. Las extremidades, la espalda y el traste del tío baleado quedaron al aire libre. Todos pudieron observar los sesenta y cuatro perdigonazos en el cuerpo: la mitad más uno, treinta y tres, en el traste; veinte impactos en los brazos y en la espalda; y el resto en las piernas.

Ese silencio duró varios segundos, hasta que Matías el sobrino de quince años comentó muy divertido:


-
Tío, te dejamos el culito a la miseria...


Los sobrinos tragaron sus sonrisas y alguna que otra risita pícara; Federico mientras reprobaba con la mirada el comentario, cubría con las sábanas caídas al tío Alfredo casi como si se tratara de un muerto; y Victoria se encargaba de María Victoria que seguía en el suelo llorando.

Se fueron en fila india y saludando con chaus y hasta mañanas.

El tío Alfredo, hundió definitivamente su cara contra la almohada y pensó con mucha fuerza en el Mar Rojo y en la plataforma petrolera.


FIN