jueves, 5 de julio de 2007

La mujer del río.

por Bruno Pedro De Alto

Tanto la felicidad como la melancolía me llevaban periódicamente al río. El muelle de la calle Pacheco era mi lugar favorito.

En aquella oportunidad, cuando conocí a esa extraña mujer, fuí por melancolía. Me había sentado en un banco sobre el muelle y miraba hacia el sur, donde a la vista se juntan la ciudad y el río. La mujer llegó en bicicleta y se sentó a mi lado, era delgada, tendría algo más de cincuenta años y los llevaba muy dignamente, pues era altiva, interesante y muy intuitiva.

Hablamos del río, de la bruma, de la contaminación, del parapente, de los amigos de la infancia, de la calle Alvear, del amor.

Dijo: “Este lugar me oxigena el alma. Cuando extraño algo ó alguien, vengo acá.”

“Y que lográs con eso...?” Pregunté.

“Serenarme, recuperar la paciencia, despojarme los enojos, fortalecerme en mis deseos, soñar nuevas oportunidades, perdonar, perdonarme...”

Curiosamente me atreví a preguntarle algo muy personal: “Entre todas esas cosas, ¿Hay lugar para el amor no correspondido?”

“No existe el amor no correspondido –contestó sin dejar de mirar el sur- Si hay correspondencia es amor, sino es otra cosa. ¿Porqué decís que existe?”

“No se, te lo estoy preguntando... Yo amo a una persona, y ella me dice que no le ocurre lo mismo. La amo, o me lo imagino; si no me corresponde... ¿Que fuerza me impulsa a recordarla siempre?

Pensó un rato y me preguntó: “¿Te maltrata? ¿Te ignora?”

Busque en los recuerdos, intentando buscar el motivo de algún si, pero es en vano, yo ya lo había descubierto antes, la respuesta es un no rotundo.

“No, al revés, siento que me adora. Dice que influí en su vida: desea mi amistad.”

Dió vuelta la cara, me miró fijamente; seguramente advirtió mis ojos nublados, y me sugirió: “Mientras no descubras la verdad, no vas a poder resolver nada. Dedicate a eso. No hagas otra cosa que saber en realidad que te pasa a vos, mientras tanto seguramente ella estará haciendo lo mismo”

Sacó de su bolso, un papel y una lapicera. Anotó su nombre y un número de teléfono. Me lo entregó. “Hacé lo que te digo, y si no te sale bien, llamame: buscaremos la forma.” Se fué caminando, con una mano apoyada en su bicicleta que iba rodando a su lado.

Seguí su figura hasta que se perdió en la entrada del muelle. Al ver el papel que me dejó, descubrí que le faltaba un número. Sería imposible llamarla, y muy probablemente quisiera llamarla, por si no encontraba la forma de descubrir mi verdad, o por lo menos contarle que si la había encontrado. Corrí hasta el ingreso al muelle, y a pesar de haber poca gente, no la ví. Debería estar por allí pero no la alcanzaba a ver. Resignado volví al papel y a su número. Pero el número incompleto ya no estaba más, solo el papel en blanco.

Me quedé sin mi verdad y dudando de aquel encuentro.

A mi melancolía sumé una angustiante sensación de soledad.

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